La Bandera
Éste es el sol y éste es el cielo que en la bandera victoriosa nos hermanan.
Éste es el sol que une los cuerpos y éste es el cielo cuyo amor une las almas.
Ambos están sobre nosotros para mostrarnos el camino que no engaña.
Y levantarnos de la tierra con la energía de las cosas sobrehumanas.
Su luz nos junta en el recuerdo y al mismo tiempo nos congrega en la esperanza.
Mientras su fuego nos domine seremos libres como el vuelo de sus llamas.
Si alguna vez nos dividimos, quiera el Señor que levantemos la mirada.
Y contemplemos en el cielo celeste y blanco la bandera de la patria.
En su virtud encontraremos aquella fuerza que una vez nos hizo falta.
Y volveremos a estar juntos como los hijos bajo el techo de la casa.
Su limpia historia es la del rio que se desborda por amor y fertiliza.
Cruzó desiertos y montañas para calmar la sed de un mundo en sus orillas.
Bajó del cielo de la patria para mostrarnos la razón de nuestra vida.
Para enseñarnos a ser libres como el espacio que en sus pliegues nos traía.
Hombres de ayer la recibieron en la raíz del corazón, con alegría.
Y la llevaron en los ojos llenos de fuego y en las manos decididas.
Desde aquel día, su carrera fue la del sol que la besaba y la encendía.
Y que, al pasar sobre los pueblos, los despertaba de la muerte y los unía.
Con su calor fundió cadenas y con su luz abrió las cárceles sombrías.
Donde alumbró se disiparon todas las sombras y empezó la luz del día.
Olas inmensas de caballos y de caballos inundaban la llanura.
Y reventaban en los pechos que se oponían vanamente a su locura.
En lo más alto de las olas, aquel jirón que iba flotando era la espuma.
Cuando se hundía entre las lanzas era un relámpago perdido entre la lluvia.
Al fin llegaba la victoria, para mecer al pueblo fuerte con su música.
Y aquel jirón se adormecía, vivo y glorioso como nadie y como nunca.
Esta bandera es la bandera que nos congrega en un solar y en la historia.
Esta es el alma de la patria: su voluntad, su entendimiento y su memoria.
Si algo valemos es por ella, que nos agranda con su fuerza generosa.
Y que, después de agigantarnos, nos da el ejemplo soberano de sus obras.
El elemento en que palpita ya no es el aire, sino el viento de la gloria.
Y el resplandor que la ilumina ya no es del sol, sino del Ser que hizo las cosas.
Su luz de cielo nos alumbra, su sombra de árbol nos ampara y nos convoca.
Mientras vivamos en la tierra, seamos dignos de su luz, y de su sombra.
Quiera el Señor que la sigamos cuando nos llame como ayer a la victoria.
Y, si la muerte no nos deja, que por nosotros nuestros hijos le respondan.
Francisco Luis Bernánde
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