Desde hace tres semanas venimos descubriendo el Bautismo, sacramento que nos hace hijos de Dios y puerta de la vida de Divina en nosotros. Hoy, a la luz de la celebración de la fiesta de Pentecostés que la iglesia celebra y estas reflexiones sobre el Bautismo, nos acercaremos al Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. No podemos verlo, no podemos retenerlo ni mostrarlo. No podemos disponer de él a nuestro capricho porque es Dios y actúa secretamente en el mundo y en los corazones. Jesús se refirió a Él diciendo: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de donde viene ni a donde va. Así es todo lo que nace del Espíritu” (Jn 3, 8)

Pero podemos experimentar su existencia y su acción. Por ejemplo, cuando un hombre o una mujer hablan de Dios y los demás abrazan esa Fe; cuando una persona irradia paz o alegría, promueve la justicia o se entrega generosamente al servicio de los demás; cuando dos personas dejan la guerra y se reconcilian; cuando el que cometió una injusticia repara los daños causados; cuando una persona amargada por el odio comienza a perdonar y amar; cuando a quién sólo pensaba en sí mismo se le abren los ojos para ver la desgracia ajena; cuando una persona se compromete en servir a los demás y pide se respeten los seres vivos que son amenazados por la extinción del hombre.

El espíritu es el principio de la vida. La misma Biblia lo dice comenzando por los orígenes. Antes que Dios pronunciará la primera palabra, no había más que desolación y vacío, o sea, muerte. Pero el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas: es el comienzo de la vida. Con estas imágenes, los maestros de Israel indican que Dios está en todo y sobre todo lo que vive, se desarrolla y crece en la tierra. Su Espíritu es la garantía de que la creación no está nunca privada de Dios; no está abandonada a la suerte, ni menos en manos de espíritus malos. Rezando, el salmo 104, lo afirma: “que grandes son tus obras,

Señor, todo lo hiciste con sabiduría… Tú envías tu Espíritu, y los creas, y renuevas la faz de la tierra” (Sal 104, 24.30)

Uno de los mismos maestros de Israel relata como comenzó la historia de Adán, el hombre: Dios mismo insufló en su nariz un hálito (aliento) de vida, y el hombre comenzó a vivir. Esto quiere decir que el ser humano -sea varón o mujer- reciben de Dios la vida. Es Dios mismo el que da la vida en el momento de la concepción. Por eso los cristianos creemos que por haber concepción, hay vida. Eso significa un ser humano, persona sujeto de derechos y cuidados por parte de los demás.

Los símbolos del espíritu son el agua, el fuego, la nube, el soplo y el viento. A veces se lo compara con una paloma, y se le representa de esta forma, porque así se manifestó sobre el Bautismo de Jesús. Para las personas de la época bíblica e incluso hoy en día, la paloma es imagen de la paz y del amor que se ha hecho visible.

Los cristianos, creyendo en esto, nos hacemos la señal de la Cruz diciendo: En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

A lo largo de la toda la Biblia, es el Espíritu de Dios el que habló por medio de hombres y mujeres que inspirados por Dios mismo hablaron al pueblo. Durante siglos, el Espíritu fue comunicándoles a los hombres el amor de Dios. Enviando profetas, mártires, hombres y mujeres santas que dieron la vida por Dios.

Es Jesucristo mismo, quién nos bautiza con el Espíritu Santo. Él mismo vive y actúa en unidad con el Espíritu. Es por medio de la acción del Espíritu Santo, que su madre, la Virgen María, lo concibió en su seno. Es por eso que le decimos a María “Llena de Gracia”. Es movido por el Espíritu Santo que Juan Bautista exclama: “el que viene detrás de mí, los va a bautizar con el Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11) Cuando el mismo Jesús se dirige al Jordán, para ser bautizado por Juan, se abren los cielos. El Espíritu Santo desciende sobre Jesús y una voz de los cielos dice: “Tú eres mi Hijo amado, en quién me complazco”. Por la fuerza del Espíritu, Jesús resiste al demonio, que quiere tentarlo en el desierto para apartarlo de su misión.

En el momento solemne de una fiesta, Jesús exclamó con voz fuerte en medio del templo: “Quién tenga sed, que se acerque a mí; quien crea en mí, que beba” La sed que cada uno de nosotros tenemos, es la vida de Dios en nosotros. Vida que es más que la puramente biológica. Intuimos que hay una vida más que deseamos vivir ya desde ahora. Esa vida es el deseo del Espíritu Santo.

Jesús prepara a sus discípulos para el tiempo en que él ya no esté visible entre ellos. San Juan cuenta cómo Jesús dice a sus discípulos palabras de despedida: primero: Les promete a alguien que les recordará todo lo que les ha dicho y los conduzca a la verdad plena, quién les dirá cómo defenderse cuando los persigan por causa de Jesús. Segundo: Les promete el Espíritu Santo, que otorga a todos los hombres por su muerte y su resurrección; el es quién envía desde el Padre, como el sol que irradia sus cálidos rayos; el Espíritu que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo porque procede del Padre y del Hijo: es la tercera Persona de la Santísima Trinidad, de la misma sustancia que el Padre y el Hijo.

Estimado lector, ojala podamos descubrir la Vida de Dios presente en nuestros corazones, vida que es fuego y calor de Dios

¡Hasta la semana que viene!

P. Maxi Turri

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