Este cuarto viernes, en el camino hacia la Pascua, no vamos a comenzar por un texto de la biblia sino por una historia de la antigüedad. Historia que nos ilustrará acerca de lo que vamos a compartir hoy.

Un historiador griego de la antigüedad cuenta que el rey Damocles quiso probar un día a un súbdito suyo, que envidiaba su condición de rey. Lo invitó a su mesa e hizo que le sirvieran un suculento banquete. La vida de la corte le parece al hombre cada vez más envidiable. Pero, en determinado momento, el rey le pide que levante su mirada y ¿qué es lo que ve su servidor? ¡Una espada pendía sobre su cabeza, con la punta hacia abajo, colgada de un hilo delgado! De pronto quedó pálido, el bocado que comía se le atragantó y empezó a temblar. De esta manera, quiso decir Damocles, viven los reyes; con una espada suspendida día y noche sobre sus cabezas.

Pero esta historia no vale solo para los reyes, sino vale para todo ser humano, sin distinción de condición social o económica. Lo peor es que ninguno le hace caso, por estar metidos en ocupaciones y distracciones. Esta espada que pende de un hilo sobre nuestra cabeza es la muerte. La iglesia, por amor, tiene la ingrata tarea de invitarnos a elevar la mirada para ver esa espada que cuelga sobre nuestras cabezas, para que no se nos caiga sin que estemos preparados.

Ya cargamos el peso de la muerte sobre nuestras espaldas, el temor a que la muerte nos arranque la vida de los que amamos o inclusive la nuestra. Lo que llamamos la angustia de la muerte, la expresión inmediata de uno de los instintos más poderosos de los seres humanos, el instinto de conservación. Más allá de cualquier teoría sobre el hombre, desde el plano psicológico o religioso. Existe un grito en lo más profundo del ser humano ¡No quiero morir! Un miedo que no es generado desde afuera, no es el producto de alguna mente enferma, sino que es lo más sano y normal tener miedo.

¿Cual será el objeto de recordar lo que ya internamente experimentamos? Es simple, los hombres mismos hemos decidido sacarnos el pensamiento sobre la muerte. Decidimos hacer como si no existiese, que solo existe para los demás, no para nosotros. El mismo sonido de las campanas a duelo, en muchos pueblos parece que molesta. Como que es algo que ya fue. Eso era para los viejos.

Aun así, el pensamiento sobre la muerte no se deja callar. Entonces no nos queda más que reprimirlo, ejemplo de lo que hace la mayoría de las personas hoy. Toda una tarea esforzada para tratar de alejar el pensamiento sobre la muerte. La famosa expresión: “yo pienso en la vida, no en la muerte. La muerte no me preocupa” Es toda un pose que revela el modo de reprimir el miedo.

Todo esto, más allá de lo trágico, nos lleva a que podamos hablar con confianza sobre el tema. Ya que nos encaminamos al viernes santo. Día en la cuál la muerte fue vencida. Podemos hablar de la muerte entonces, no para aumentar el miedo, sino para ser liberados de él. Por el Único que puede hacerlo.

La muerte fue y es el tema que ha llenado explicaciones de todo tipo a lo largo de la historia. Filósofos, poetas, pensadores, todos han intentado responder al misterio de la muerte. Todos ellos han muerto y la respuesta no se ha logrado encontrar. La misma Biblia, antes de Jesús considera la vida como un sin sentido. Vanidad usa, significando vacio, sin sentido.

¿Qué dice la Fe cristiana a esto? Lo único y lo más importante; que la muerte existe, que es el mayor de nuestros problemas; ¡pero que la muerte fue vencida por Jesucristo! El apóstol San Pablo lo declara en su carta a los cristianos de Corinto: “La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?” (1 Cor 15,54-55)

Jesucristo vence a la muerte, no evitándola ni haciéndola huir como a un enemigo. La venció soportándola, sintiendo en si mismo toda su amargura. La venció desde el interior. De la misma manera que Dios decidió vencer el mal con el bien, la ofensa con el perdón. El sabe bien

que es la muerte. Los evangelios nos cuentan que tres veces lloró, y de esas, dos fueron ante el dolor por un muerto.

En Getsemaní, Jesús vivió hasta el fin nuestra experiencia humana frente a la muerte: “En medio de la angustia” (Luc 22, 44) dicen los evangelios. Hasta llegar al grito mas desgarrador, la experiencia humana de la ausencia de Dios. Si, Él mismo siendo Dios, llegó a experimentar desde el plano humano lo que significa la desesperación: “Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz: “Elí, Elí, lemá sabactani”, que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mat 27, 46)

Jesús se internó en la muerte como nosotros, como el que pasa un umbral en la oscuridad y no ve qué lo espera más allá. Solo lo sostenía un gran confianza en el Padre, que le hizo exclamar: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Luc 23,46)

Somos invitados a mirar la cruz de Jesús, no a quedarnos paralizados frente a la muerte. Somos invitados a anclar nuestra vida en Él, como un barco en medio del mar. Para poder resistir la tempestad que nos acecha. El grado de unión con Él, será nuestro grado de confianza ante la muerte. Esta relación la alimentamos en la Eucaristía. Es por medio de la Misa, que nos unimos a Cristo que se ofrece nuevamente para darnos la Vida. Es por eso que la Iglesia ofrece e insiste en la Misa. No por obligación, sino por necesidad. Necesitamos estar unidos a Jesucristo. No es lo mismo la muerte con Cristo, que sin Él…

“Al atardecer de ese mismo día, les dijo: “Crucemos a la otra orilla”. (Mc 4, 35) Al atardecer sucedió esa invitación del Señor a sus discípulos. Llegará un día, en el que al atardecer de nuestras vidas, seremos invitados a “cruzar” a la otra orilla. Dichosos seremos, si estamos dispuestos cruzar el mar de la muerte, pero solo con Él…

Que Dios te bendiga y hasta el viernes que viene.

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