Nicolás hacía años que no podía hablar. Tuvo que cerrarse a la posibilidad de compartir lo que sentía. De hecho, ni él mismo podía identificar qué era lo que le pasaba. Atravesar el duelo por la muerte de la persona que más amaba fue algo que jamás pudo imaginar. Supo que al nacer su hijo podía llegar a sucederle. Pudo pensar que le podría tocar. Pero no quiso ni imaginarlo. Ahora todas aquellas pesadillas se convirtieron en realidad. Dejó de ser una fantasía y comenzó a ser un doloroso y continuo presente. A Martín lo había perdido hace menos de tres años. Y cada día era como una puñalada que se clavaba en su corazón y lo obligaba a sangrar por la herida.

El silencio fue la solución que encontró. Silencio y soledad lograron que al meterse adentro pudiera sobrevivir a las continuas preguntas o planteos de cómo estaba o de cómo se sentía. “¿Cómo querés que me sienta?, pensaba”. Y sí, no se podía sentir peor. Cada vez que se lo preguntaban era como volver a tener que explicar lo inexplicable. Martín se había muerto. ¿Hacía falta algo más para acotar?

Irse al campo y caminar en la escarcha del pasto, acompañado por sus dos perros, era la mejor terapia que había conocido. Le hablaron alguna vez de ver psicólogos o pedir ayuda. Pero no, Nicolás solo sabía qué era guardar y callar. No conocía otro método mejor que ese. Al menos el que había conocido hasta ahora.

A Martín, una enfermedad terminal se lo quitó en menos de seis meses. Sí, esa maldita enfermedad se lo arrebató sin que él pudiera hacer algo. Todo lo que en la vida había sido cuidarlo, protegerlo y defenderlo ahora se convertía en impotencia, esterilidad y frustración. Se estaba muriendo. No había nada por hacer. No se animó a decirle todo porque no podía soportar que podría haber un último día o una última despedida.

Así fue que le quedaron cosas por decir. Cosas por compartir y que siempre las guardará en su alma. Alma que padece cada instante la ausencia física de Martín. Siempre faltará una silla que se ocupe o una copa que no se beba. Eso Nicolás lo recuerda en cada fiesta o en cada

aniversario. Días que desearía pasaran lo más rápido posible, pero que el calendario sin piedad vuelve a reflotar. Son días que habría que arrancar del almanaque. Pero que no le queda otra que enfrentarlos y hacer el ritual del día con la silla vacía o la copa sin beber. Martín no está, pero la fecha sí.

Nicolás se enteró de la posibilidad de juntarse con pares como él. Si, de papás que habiendo perdido un hijo iban a sentarse en la misma mesa. Para compartir el duelo que les toca vivir. Para poner sobre la mesa el dolor. Para mirar de frente el sufrimiento y para no esquivarlo más. Personas que enfrentan la muerte de frente. Que no esquivan más el dolor y que no niegan más la realidad. Personas que fueron capaces de mostrar las heridas.

Nicolás los conoció. Aprendió que no se puede vivir tapando las heridas del alma. Las que se ven y las que no se ven. Que todos los seres humanos fuimos atravesados por algún dolor a la largo de la vida. Que algunos forman parte de ese “grupo selecto” de padres que han perdido un hijo. Pero, que todos debemos alguna vez poner sobre la mesa nuestras heridas. O al menos descubrirlas. Porque nuestros comportamientos agresivos o equivocados no son menos que las llagas que están abiertas en el interior. Dolores y sufrimientos producidos por el amor no correspondido. Por la falta de amor o por las heridas en el camino de la vida. Heridas por atravesar una muerte de semejante dimensión. La muerte de un hijo.

Poner sobre la mesa las propias heridas solo es posible cuando se encuentra alguien que es capaz de abrazarlas o de acogerlas con respeto y humildad. Por eso a veces ni los amigos pueden llegar a comprenderlo. Porque solo quien atraviesa la realidad del dolor, o ha sido sanado de un padecimiento similar, puede llegar a acompañar lo que otro padece. Lo que la psicología llama empatía. Ponerse en el lugar del otro. Aunque el dolor sea intransferible o imposible de compartir. Ese es el gran peligro del sufrimiento, porque hace egoísta. Encierra dentro de sí y genera la sensación de que nadie es capaz de entender. Nicolás se pudo dar cuenta que existen personas así. Capaces de compadecerse de su silencio y que

son capaces de acompañar su dolor. Eso le cambió la vida. A Martín lo sigue extrañando, pero al menos ahora ya no siente ese vacío insoportable que atravesaba su alma. Sigue yendo a caminar con sus perros por el pasto de la quinta. Pero empezó a sonreír. Algo que no recordaba cómo se hacía.

Nicolás le cuenta todo esto a Hernán mientras destapa una botella de vino Malbec. Así comparte y cuenta lo bien que le hizo poner sobre la mesa su vida y no esconderse más.

¡Hasta la próxima!

La entrada Columna del P. Maxi Turri: – Sobre la mesa – aparece primero en Criterio Online.